Correr es un acto de fe e ilusión. No una constante competición contra el mundo sino una demostración continua de lo que uno mismo es capaz de alcanzar (F.Campos).
Podría haberme estado quietecito y haberme olvidado de una carrera que hace muchos años que tenía en mente. No es que se tratara de encontrar una escapatoria de la Ciudad Condal, ni una excusa para correr cualquier cosa en el mes de agosto. Tampoco pretendía hacer un test deportivo, ni medir tiempos ni demostrar nada que no fuese hacer una carrera lineal en esfuerzos y pensamientos dadas unas determinadas circunstancias.
Participar en el Gran Fondo Internacional de Siete Aguas ha sido esa anónima experiencia de quien comparte junto a más de dos mil compañeros el mismo asfalto de los duros parajes veraniegos del interior de Valencia. Allí descubrí que la Behobia, además de un grandioso evento, resultó ser el calentamiento de esta cursa con rampas de hasta el 25%.
Me esperaba mi segunda Tierra, la Terreta, y una carrera que desde pequeño oía radiar a mi tío cada vez que hablábamos de running y de su experiencia como maratoniano. Quería hacerla, esa era mi pretensión, y ni siquiera conocía el circuito, ni el lugar, ni las condiciones atmosféricas con las que podría llegar a lidiar. Quería estar allí y vivir de primera mano aquello que mi tío me contaba con tanto entusiasmo.
Disfruté del ambiente previo y de la salida. Me sentí otro populero más que estaba allí batiéndose contra sus miedos y traspiés constantes. Me olvidé de todas aquellas personas que realmente nunca acababan aportando nada, de todos aquellos comentarios críticos que sólo servían como opinión del que su mejor meta es preocuparse de lo ajeno para olvidarse de su propio vacío interior. Me retracté de mis errores y valoré mis contadas y verdaderas amistades, aquellas que siempre estaban ahí, aplaudiendo, o al fin y al cabo ahí un día detrás de otro sin esperar nada a cambio. Simplemente con la intención de compartir momentos geniales e inolvidables.
Allí estaba aquella tarde de running en estado puro. Aquella sensación de volar en cada zancada, de tomar oxígeno y agrandar los sueños. Era ese sentir la libertad de elegir siempre el camino que lleva al lugar en que siempre había querido estar. Esa mirada clara y dulce que grita tu nombre hasta estremecerte y hacerte acelerar el ritmo, aunque no puedas más. Ese nunca rendirse aunque el cuerpo diga basta y la mente se alce sobre la voluntad de quien se derrota a sí mismo. Ese era yo, una vez más ese sin medir las marcas ni elegir asistir a carreras sólo si estaba al cien por cien.
Pensé en mis seres queridos y en los de mis amigos, en los que ya no están con nosotros pero a los que tanto les debemos y de los que tantas cosas aprendimos. Mostraron mis labios una gran sonrisa y valoré mucho el hecho de poder tomar la salida. Más aún el cruzar la meta con el puño en alto, santiguándome una vez más mientras pensaba en todos ellos, en su legado y en el tiempo, al fin y al cabo limitado, que teníamos por delante para demostrarnos y demostrarles que la vida era aquella constante persecución de esa cosa tan infinita llamada felicidad.
Así discurría esa fresca tarde de verano en una localidad totalmente volcada en su Gran Fondo Internacional que tanto merece cada uno de estos tres nombres. El inexistente equilibrio de ritmo entre las subidas y las bajadas hacía de los toboganes una inusual manera de tomarse el paso por cada kilómetro. Avancé todo lo mejor que mis lentas piernas pudieron correr y no sentí ninguna molestia en las rodillas. Vino el buen tiempo alejado de días calurosos en los que aquellas cuestas hubieran supuesto una buena pesadilla. Corrí y corrí dejando atrás todas aquellas consecuencias tan graves que eran el no haber podido entrenar como cada día. Como si acaso supusiera un problema cambiar los objetivos personales y tomar la salida sin apenas haber corrido veinte kilómetros en la preparación. Ese era yo, ni valiente ni cobarde. Persistente sí, y agradecido por cada metro recorrido.
Al final del día la satisfacción era la guinda del paste. Alcanzar ese momento en el que sobran palabras, sonreír porque sí, por haber acabado un día más, y no pensar en nada que no fuera avanzar, aprender y buscar la excelencia de lo que nunca será perfecto, pero sí óptimo y particular. Esto es correr, nada de florituras ni competiciones. Nosotros no competimos. Nosotros hacemos historia en cada kilómetro. Y esa es la razón por la cuál la vida tiene otros muchos significados para nosotros los que corremos. Porque quien más avanza más asciende en la línea temporal para comprender y acabar comprendiéndose a uno mismo. Y eso es lo que definitivamente nos empuja a ayudar a que los demás puedan llegar a sentir lo mismo. Grande es una vez más no detenerse a pesar de las dificultades. Hay mucha gente que gracias a este esfuerzo quizás llegue a sentir la necesidad de dar su primera zancada.
Francis Campos
Barcelona, 21 de agosto de 2014.