
Cuelgo el teléfono con el pulso acelerado. Respiro con dificultad, con la cara desencajada y el gesto de nerviosismo y estrés de quien ha perdido el control de todo. A tientas camino por la vida, con esa felicidad de las grandes cosas que nos regala el tiempo, que muchas veces se acompaña de situaciones que entristecen la alegría como penumbra que ensombrece a la felicidad. Apago el teléfono y me obligo a desconectar del trabajo. A dejar a un lado esa sensación de agonía de las personas que se creen que son el ejemplo de algo, que al fin y al cabo no es más que decadencia.
Escapo de todo.
Y en esa dificultad asoma el reto de mi vida. El desafío que martillea mi cabeza desde hace años. La bruma repitiendo en mi cabeza el “no puedes conseguirlo” de todas las barreras que encontré mientras luchaba. El recuerdo del “no pretendas cambiar tu técnica de carrera con 30 años”. El límite que te recuerdan las miradas frías que no creen en ti.
Y entonces vuelvo la vista hacia atrás, y recuero las horas de dedicación a pesar de los aviones, los trenes, las reuniones eternas, los jefes, los gritos, el mal ambiente, la venta, la puta venta, las madrugadas sin dormir, la desolación de la vida cuando se iba, las zapatillas de correr en la maleta, el chantaje emocional, el final que resultó ser el mejor comienzo, y la sonrisa a pesar de todo, y de todos.
Y al regresar hoy al horizonte que he alcanzado, me situaba en la línea de salida del cajón que me tocaba, sin nervios, con la mirada perdida en el infinito, en la confianza que se siente cuando la vida te golpea y te has de levantar. Y arranqué el ritmo, sin pulsómetro, ni ritmos, ni relojes caros, ni manguitos, ni gorra, ni zapatillas de 150 euros. Yo y mi mirada, y el simple hecho de estar allí jugándome el prestigio de ser para mí una persona cada día mejor.
Así fue cómo bailé con el cuatro, arrancándole los segundos que me arrebataban las subidas en el exigente recorrido de la Behobia-San Sebastián. Sin tregua peleé por situarme lo mejor posible, por subir apretando los dientes y bajar arañando todos los segundos posibles al crono. Pero nuestro rumbo muchas veces no depende de nosotros y el kilómetro 16 dibujó delante de mis ojos una cuesta que me golpeó con fuerza. Al picar el kilómetro 17 sobre la última cima con mi reloj del Decathlon de 13 euros me vi vencido por aquellos malditos 9 segundos. Estás que recuperas después del mazazo, chaval, pensé.
La vida pocas veces nos regala nada. Y menos en las horas que pasamos solos, en los entrenamientos en solitario sin metas, ni ganas, ni fuerzas. Pocas veces el camino te tiende la mano, ni la gente con esa competición constante de compararse con el mundo, con esa sonrisa pícara de clavar el clavo a los demás, porque les arde el alma de no ser nadie en un mundo en el que siempre hay alguien mucho mejor que tú. Pensaba en todo eso mientras corría con la mirada fija en el Reto.
Y al cruzar la frontera del 18 me sentí invencible sobre el asfalto mojado, sobre el duro camino de amar lo que haces porque sabes que nunca te defraudará. En ese momento supe hacia dónde iba. Lo que me esperaba al cruzar la meta el día en el que el silencio se había apoderado de mi ser. Corrí disfrutando de la cadencia, de las miradas que nos observaban marchar sobre el firme junto al mar, adelantando a la dedicación cuando no encuentra motivos ni razón para avanzar. Hoy lo hice porque confié en mí y en la manera que encontré de luchar por lo que mi corazón me hace sentir.
Lo siento cuatro. Hoy te tocó perder.
Francis Campos
San Sebastián, 13 de noviembre de 2017