Hay momentos en los que gritarías de rabia, pero has de contenerte. Tiempos en que las brumas tapan horizontes definidos. Situaciones en las que piensas en rendirte cuando el corazón continúa sus latidos. Hay veces en las que has de aplazar tus sueños. Pero todas esas veces, nunca dejes de sonreír, porque al otro lado de una sonrisa puede haber un nuevo objetivo… (Francis Campos).

Me quito la camiseta, las justas medallas, los colores y casi la sonrisa. Me siento en el suelo con el pie dolorido. No puedo ni apoyarlo sin sentir un fuerte dolor en la fascia. Resto importancia a ese pequeño detalle, ese minúsculo inconveniente, pero finalmente me bloqueo y me quedo pensativo con la mirada fija en el cielo.
Puedo llegar, no he de rendirme. Claro que no, me repito. Pero realmente tomo consciencia de la situación. Son tres semanas encadenando kilómetros de caminata. Se esfuman los sueños, las ilusiones y se rompe el timón que me guía, la motivación y las ganas de proseguir. Así es la vida del corredor de fondo, del triatleta, del deportista que persigue incesantemente un final que llega o que demora su llegada.
De pronto me siento perdido, sin encontrar ese empuje diario que me lleva a encontrar la visión de cruzar la meta una vez más. Cierro los ojos cuando echo el resto sobre la bici de spinning y no puedo evitar llorar de rabia. Son las lágrimas de una retirada después de meses de machaque constante. El lloro en silencio que todos desconocen y que se esconde tras la flamante sonrisa que se resiente en los momentos de soledad. Un mal menor, pero una derrota obligada a cambio de la salud de mis pies.
Entonces me detengo, paro el ritmo y me desato de todas esas responsabilidades autoimpuestas y grabadas a fuego, esa persecución constante, ese martillo que golpea incesante. Libero la mente y me abstraigo del Reto, del Sueño, del Infinito quizás inexistente. ¿Existe esa felicidad más allá del propio recorrido que nos lleva hacia ninguna parte?
Pasan dos semanas y salgo a rodar sin reloj. Los trenes vienen y van, y el sol se refleja en mis gafas con cristales naranja. Mi torso desnudo se deja acariciar por el suave viento que deja entrever el final del verano. Respiro tranquilo y aumento la cadencia a la vez que acorto la zancada. Fluyo como nunca. Tengo la sensación de flotar sobre la tierra seca. No importa el ritmo, ni el tiempo, ni la distancia. Somos sólo yo y las consecuencias de perder el norte. El puro amor por correr porque sí, sin más objetivo que ver anochecer esta espléndida tarde junto a las vías del tren. Quizás es el trayecto correcto. La recta que evita peajes y señales. La electricidad de los pies que contradicen estudios, religiones y mala fe.
Vuelvo a casa volando, con la sonrisa de la sabia energía que canaliza el saber perder. La negación del fin que justifica los medios. Las pruebas de fondo no están hechas para caminar. Uno tiene que saber situarse o no en la línea de salida, tiene que prepararse en cuerpo y alma, y saberse preparado es tan importante como estarlo. No es ninguna broma. Está prohibido caminar, y está prohibido rendirse.
He comprendido que el mejor plan para tener éxito es no tener un plan. La mejor victoria es la consecuencia del constante esfuerzo diario de salir a batirse en duelo contra la negación propia y ajena de los propios sueños. No importa el camino que tomes ni el tiempo que te lleve el trayecto. Lo importante es poder llegar al final del recorrido. Y ahora no es el justo momento de intentarlo. Por eso decido tomar otra vía. He cambiado ambición por paciencia, logro por trabajo y consenso por propias creencias. Por eso confío en que esta nueva manera de actuar me haga ser mejor persona y, por ende, mejor deportista.
Francis Campos
Sevilla, 31 de agosto de 2015