El maratón no es un fiel amigo. No espera de nosotros menos que mucho a cambio por lo poco que nos da. Un manojo de grandes esfuerzos por el segundo de gloria que supone cruzar la línea de meta. Eso es el maratón. Ni más ni menos. (F.Campos)

No es que lo piense ahora. Siempre le he tenido mucho respeto. Incluso cuando parece que lo dominas y que puedes salir airoso de los momentos que pasas con él, siempre queda esa sensación del qué hubiera pasado si las circunstancias hubieran sido otras.
Me encaminé hacia el Zurich Maratón de Sevilla con la idea de hacer el mejor resultado posible dentro de unas condiciones físicas y personales determinadas. La pretensión que siempre tuve fue la de disfrutar y la de dar lo mejor de mí. Entrené lo máximo posible dentro de los complicados horarios y las bajas temperaturas que encontré al correr por las noches siempre en solitario por las calles de mi pueblo. Era ese loco con un sueño que a veces perdía la orientación y las ganas de colocarse en la línea de salida.
Mantuve la esperanza de alcanzar un gran resultado después de los logros personales conseguidos en la San Silvestre Cordobesa y en la Media Maratón Isla de la Cartuja. Sendas mejores marcas personales me garantizaron esa chispa, carente en mis dos anteriores maratones. Iba por el buen camino, para qué negarlo. Y así avanzamos por el invierno de la vega del Guadalquivir, como ese muchacho incansable que siempre se ponía las zapatillas pasara lo que pasara. Aunque realmente no quisiera, porque el Reto era lo más importante. Y no los medios para conseguirlo.
Cambiaron muchas cosas con respecto a los años anteriores. Ahora tenía más experiencia y mejores marcas. Me conocía mejor, así que podía cuestionar más cosas de mi rendimiento físico, de los métodos, de la climatología, de la mente y del corazón. Era yo, pero otro yo más real. Menos sentimental. Más pragmático y menos condenado a depender de cuestiones ajenas a la propia decisión única de avanzar.
Quise dar un paso en mi vida como aficionado al deporte y empezar el curso de Entrenador Nacional de Triatlón Nivel I. Formaba parte de la primera promoción de Andalucía. Tuve la curiosidad de querer ir más allá de mi propio cuerpo. De querer valorar otras oportunidades que no necesariamente tenían que ver con mi rendimiento físico. Y aunque tuve, por tanto, la visión de querer empezar a ayudar a los demás, también estuve en disposición de mejorar la autocrítica que debía hacerme ahora que me encontraba a las puertas de mi tercer maratón.
El punto número uno fue resolver que era yo el responsable único y exclusivo de mis victorias y mis derrotas. Por tanto, mis decisiones con respecto a mí, y la interacción que pudiera tener con el medio que me rodeaba eran suficientes para determinar el punto al que sería capaz de llegar. Y con esa visión, el domingo 22 de febrero, al sonar el disparo de salida del maratón de Sevilla me lancé de nuevo a batirme contra mi peor enemigo. Yo mismo.
Bajo una temperatura formidable, atravesamos la Cartuja y después ronda Triana para cruzar al otro lado del río y empezar a entrar en situación. Una señora gritaba allá por el kilómetro cuatro aquello de “venga, que ya está ahí el Estadio”. Pero la meta, sin embargo sería cada kilómetro recorrido, cada paso sobre un escenario espectacular. Mi preciosa ciudad con todo lujo de detalles, con el público abarrotando la calzada allá por el cruce del Paseo Colón con Reyes Católicos. La gente estaba comenzando a llenar las calles, y eso era un plus muy importante para todos los maratonianos que estábamos allí.
Fue en el kilómetro ocho cuando apareció de pronto un compañero inesperado. Mi amigo Isaías, de negro camuflaje, se convertía en el mejor aliado en esos momentos en que el cuerpo comenzaba a adaptarse al asfalto. Las sensaciones estaban siendo fantásticas. Objetivo: Mejorar mi mejor marca. Y para eso tenía que correr con mucha paciencia. Conservador. Prudente pero alegre al discurrir por las calles de la Capital.
Estuvimos juntos hasta el kilómetro dieciocho. Momento a partir del cual nos soltamos para que pudiera seguir avanzando hacia una nueva meta. Mi carrera solitaria hasta el final del recorrido. Y así pasé por la media maratón con un tiempo similar al de París, entero y contento, echando mano del primer gel y preparándome para la segunda mitad del recorrido, que ya sabía cómo iba. Quedaba entonces lo más duro, que coincidía con lo más bonito de la ciudad, y a su vez con los puntos donde los espectadores se habían echado a las calles a animar a los valiente corredores. Todos aquellos pequeños héroes que al fin y al cabo estaban allí para cumplir una vez más la pretensión de cruzar al otro lado de la meta.
No fue un shock cuando se me montó el abductor en el kilómetro veinticinco y tuve que ceder bastantes segundos progresivamente durante cada kilómetro que pasaba por el barrio de Nervión. Estaba ante efecto del examen de rescate del día anterior en el curso de entrenador. Pies de braza durante cien metros arrastrando al rescatado. Aprobado. Y el rescatador se había convertido en el ángel caído que aterrizaba dando bandazos hasta llegar al kilómetro treinta, para finalmente comenzar a caminar por culpa del fuerte dolor que sentía en cada zancada.
Quien me conozca sabe que jamás hubiera detenido mis zancadas de no ser por un hecho así. Fueron momentos duros, en los que no busqué las causas ni los motivos, sino la respuesta a aquel hecho devastador que estaba tirando por tierra la preparación de todos aquellos meses. Qué iba hacer ahora, me pregunté. Ahora que ya nada sería igual.
Sin embargo no me inmuté. Me hice responsable del momento y no decaí. Asimilé las circunstancias y caminé unos segundos a la vez que la gente gritaba. Algunos incluso me ofrecieron agua, ayuda, palabras de ánimo. Todo porque continuara. Y eso es lo que decidí que iba a hacer. No detenerme. Porque tampoco iba a faltarle la palabra a mi amigo Manuel Arjona, a quien en silencio le había dedicado cada frío entrenamiento desde el mes de diciembre, a quien quería honrar con mi humilde avance, con mi pisada, con mi corazón y el estandarte de cada zancada.
No iba a rendirme así como así ahora que ya no tendría sus consejos y su compañía. Ahora que había decidido dedicarle todos mis esfuerzos deportivos y mis logros personales. Así que empecé a correr suave hasta entrar en el Paseo de la Palmera por el Benito Villamarín. Lo intentaba, qué duda cabía que lo estaba intentando. Acababa de perder el globo de las tres horas y cuarto. Pero no importaba, iba a seguir avanzando. Y entre tanto se subía de nuevo el abductor y la musculatura al compensar la cojera se estaba empezando a acalambrar. Las piernas se bloqueaban y dolorido tenía que empezar a caminar de nuevo. Me estaba desgastando.
Imposible. Me repetía una y otra vez. Faltan demasiados kilómetros para llegar. No podré terminar. Pero algo dentro de mí no obedecía a esos comentarios. Y no era fácil obligarme a continuar. Porque no podía moverme, porque desconocía aquella sensación que nunca había experimentado en los miles de kilómetros que llevaba corriendo durante años. No era capaz de moverme.
Para entonces me crucé con bastante gente que como yo, sufría algún mal que le impedía correr, y les animaba, como podía, porque lo importante era no parar si ello no se convertía en algo que pudiera provocarme lesiones de por vida. Tenía un gran Sueño, y alcanzarlo dependía en primer lugar de no fallarme ni de fallar a todas aquellas personas que me habían apoyado siempre.
Y pasó que antes de llegar a Plaza España un trail runner veterano ataviado con la indumentaria reglamentaria para la montaña, me adelantó y me dijo: “ni se te ocurra rendirte, compañero”. Iba a ser muy complicado. Tan sólo habíamos llegado al kilómetro treinta y cinco y mi cuerpo estaba devastado por las dolencias.
Seguí corriendo, lento, pero corriendo.
En Puerta Jerez pude contemplar algo que muy pocas veces antes había visto. La gente se agolpaba animando como nunca. Era el comienzo de una hilera de personas que se mantendría intacta hasta el puente de la Barqueta. Qué emoción para cuánto sufrimiento. Era el momento de no dejarse vencer por el miedo, por la derrota de no haber logrado mi objetivo de tiempo. Era la situación perfecta para demostrarme a mí mismo de lo que era capaz. Qué fácil hubiera sido hacer lo contrario corriendo en casa. Y de qué me hubiera servido cambiar el rumbo.
Cruzamos la Alameda un señor mayor y yo empujándonos el uno al otro a no menos de siete minutos por kilómetro. Éramos corredores caídos en la multitud de valientes compañeros que nos adelantaban sin parar. El globo de las tres horas treinta nos pasó arrollador antes de salir a la Barqueta con todo el batallón de seguidores empujándonos a su paso como si no hubiera un mañana. Aquello era un maratón y nosotros unos simples guerreros en busca de la Meta.
No estaba siendo fácil verse adelantado durante tantos kilómetros. De vez en cuando agachaba la mirada para no sufrir más, y cerraba los ojos al apretar los dientes buscando una salida, una medicina fugaz que me devolviera a otro momento más placentero. Entonces levanté la mirada y me dispuse a cruzar el puente. Y de repente mis piernas sufrieron otro tremendo varapalo. No podía más y mi amigo continuó cuando en el penúltimo avituallamiento tuve que parar para no desfallecer. Llevaba varios kilómetros sin detenerme a pesar de los calambres y dolencias desde las caderas a los tobillos. No podía más.
Pero seguí corriendo y caminando, y en el kilómetro cuarenta eran muchos los espectadores que caminaban dirección al estadio. Compañeros finishers, familias en busca de sus familiares corredores. Gente que animaba sin parar y que me vio llorar a lágrima viva de dolor, con la cabeza gacha y las gafas de sol brillando a causa del reflejo de la luz inmensa del alegre día sevillano, tornado en verdugo del valiente derrotado. Y allí estaba yo, otra vez más, cruzando la última curva antes de bajar la rampa que daba entrada al túnel del Estadio. Con varias bicicletas rodeándome y ofreciéndome bebida. Con la gente al otro lado de las vallas gritando el nombre de mi dorsal. Como si realmente fuera alguien importante. Como si de verdad me hubieran hecho entender que lo más valioso de todo aquello era haber llegado hasta allí. ¡Vamos Francis! ¡Vamos que ya estás llegando!
Bajé hacia el túnel como pude, y entré en el Estadio apretando los puños y sin dejar de correr. Era mi gran momento, los últimos metros de mi sufrido camino hacia el final. Los ciento noventa y cinco metros de mi tercera maratón. Era la satisfacción de no saberme doblegado ante un mal día. El gran logro del desconocido que no esperaba cruzar la meta pero que estaba ahí, demostrando mucho más que nunca. Pero sobre todo, eran los últimos segundos de un silencio que dejaba constancia de que esto de ser Maratoniano no tenía nada que ver con salir en la foto de los buenos momentos, solamente de las partidas ganadas. Sino con que al final del camino, las personas que tenían éxito, eran las que nunca se rendían cuando todos las creían vencidas. Entre tanto, ella junto a la meta gritaba mi nombre sin cesar. Me esperó porque sabía que no iba a retirarme. Porque sabía que aunque tardase, una vez más había decidido no rendirme ante nada, ni ante nadie.
Brenes, 1 de marzo de 2015
Francis Campos
