
Comenzaron los entrenos, pero desperté triste aquel día, nostálgico y con el corazón dividido. Acababa de arrancarme el alma por cruzar el tramo que separa a la vida del tiempo incierto, cuando todo fluye como el viento con la brisa que navega con el rumbo de la experiencia, la ciencia de ver pasar el momento exacto de los acontecimientos. Volví a mi tierra.
Quería correr pero no me nacía. Me asusté. No sabía qué me pasaba. Faltaban diez semanas para el maratón y debía ponerme las pilas. No era apatía, era angustia por haberme ido de Barcelona, estrés por no expresarme, por no haberle dicho a todas aquellas personas que quiero, que de verdad les echaría mucho de menos. Respiré con fuerza, como si quisiera expulsar ese sentimiento de atraparse uno entre la voluntad y la firme creencia de que avanzar era la premisa número uno si quería ser feliz.
Me obligué a salir, a abrocharme con tenacidad las zapatillas y abrigarme. Hacía frío en el sur. Necesitaba tener las cosas claras, clarificar las metas y dosificar el sufrimiento. Extrañar a grandes personas y no olvidarles era sinónimo de permanecer en sus vidas, mientras me recordaba que para recorrer los caminos de la vida precisamos a nuestro lado a gente que nos haga sonreír, y a la vez nos demuestre cuánto somos capaces de apostar por conseguir aquello que deseamos prolongar del sueño al despertar.
Deambulaba sin quitarme esos pensamientos de la cabeza. Y es que a veces, bueno, muchas veces pensé que qué cojones hacía preparando otra vez un maratón. Como si no fuera suficiente lo que ya había sufrido pisando el asfalto. Encima para lo mismo, para esa efímera sonrisa al cruzar la meta. Esa victoria personal de sentirse invencible en esa mística batalla contra uno mismo.
Sin embargo, cuando realmente decidí tomarme en serio esto de entrenar mi tercer maratón, el de Sevilla, no me paré a pensar qué hacía allí otra vez más porque estrenaba piernas nuevas, las que descansaban de esas cinco o seis sesiones de carrera a la semana desde el 6 de abril, cuando disfruté de aquel flamante día de primavera por las calles de París. Estaba allí de pie, listo para salir a correr, en mi pueblo, donde siempre, con oxigeno de verdad y con un camino que si te descuidas lleva a Madrid.
En cierto modo estrenaba piernas e ilusión después de varios días de esos en que uno se siente perdido en el regreso. Volaba de verdad y bien lejos. Dos semanas tonteando con los entrenos y de repente me veía cumpliendo tiempos y distancias según las indicaciones del mister Castilla. Estaba hecho un roble a pesar de los cuatro kilos que me tenía que sacar de encima. Vaya mochilón que debía dejar a un lado, y vaya las piernas cómo tiraban, me decía.
Pasó la primera semana, y con ella la primera tirada larga, la que hice en ayunas y con un gel preparado para meterle gasolina al cuerpo al pasar los primeros sesenta minutos. Madre mía, qué duro correr un sábado a las 7 a.m. sin luz y con una niebla de esas que tapaban hasta los sueños. Qué cerca veía el maratón y qué pronto estaba empezando a dejar de ver las buenas sensaciones de los primeros días.
En esas sentí de nuevo la soledad, esa de los momentos en que ansiamos aislarnos para divisar al fondo del camino todas nuestras ilusiones convertidas en realidad. Pero la misma que a veces nos deprime profundamente cuando comprendemos que esta vez sí que ha llegado la hora de correr un día detrás de otro completamente solo. Y como si nada, como cada vez que miraba al horizonte y me sentía perdido al no saber lo que me esperaba. Como ese día tal cual en el que me levantaba y decidía avanzar por inercia, a la vez que sentía dolor en las piernas en cada paso que daba. Mientras maldecía el momento en que pensé pagar el injusto precio de querer saborear lo que se siente al cruzar la meta una tercera vez llevando mi cuerpo al límite. Así es como entré en la segunda semana de entrenos que ya debía ser la cuarta, la de las Navidades en Valencia con la dificultad añadida de que el mochilón podía llegar a convertirse en un remolque cargado de turrón y tónica aliñada. Pero allí estaba otro año más rodeado de la mejor compañía en los eventos familiares y con las zapatillas puestas a primera hora de la mañana para cascarme la segunda tirada larga por la huerta valenciana, rodeado de ese olor a tierra mojada en ese campo iluminado por el sol más radiante.
Y fue entonces cuando me levanté y recuperé la sonrisa. Respiré la brisa que se desprendía del mar cuanto más me iba acercando a él zapateando con las K-Swiss, que ya iban pidiendo la hora para jubilarse. Al avanzar me repetía una y otra vez que no importaba la dureza del camino sino el fin del mismo. No importaba el rendimiento previo ni las pruebas creaban precedentes. Esos momentos eran batallas importantes porque la mente precisaba confianza y empuje. Eran la tralla que esculpía un cuerpo que no había nacido para esto pero que nunca se rendía. Eran la fe inmensa que me obligaba a no detenerme jamás. Eran, por tanto, el preámbulo de la hora de la verdad, de la claridad que empezaba a divisar al fondo del destino, el cielo convertido en la meta visible de una brecha unida con los lazos de la derrota y el éxito aprendido. Eran la flecha esquiva, la garra del esfuerzo y la impaciencia mordida. La senda de la vida repleta de pasos entrelazados, la venda caída, la raída creencia de verse arriba puño en alto entregando el corazón al instante de la Guerra…
Francis Campos
Valencia, 26 y 27 de diciembre de 2014.