
Despierto súbitamente con los sudores que provoca la humedad del verano en Barcelona. Es demasiado tarde para llegar al entrenamiento de bici en grupo al que algunos sábados acostumbro a ir. Tendré que salir solo, me digo con rabia, a sabiendas de que me la volveré a jugar una vez más en la Carretera de La Roca. Aunque en cierto modo me consuela el hecho de que voy a subir la Conrería y la Vallensana, un buen entrenamiento de cara a mi debut en el Triatlón Olímpico de Andorra el próximo fin de semana.
Llevo unos veinte minutos pedaleando y las sensaciones sobre la bici son las de un patoso que aprende a montar por primera vez. Pero no me detengo, porque la idea es hacer unos cincuenta kilómetros para calentar motores e ir cogiendo ritmo. Un rato después y veinticinco kilómetros recorridos me veo a pie de la Conrería, que subo sin mucha dificultad pero a velocidad de tortuga. Una vez arriba la bajada me transmite respeto, sobre todo porque voy solo, y además el firme está un poco mojado. Por eso voy frenando bastante en cada curva cerrada para asegurar la estabilidad sobre el asfalto.
El ascenso a la Vallensana es más discreto si se sube desde Badalona, y consciente de que me falta poco para terminar la jornada aprieto un poco más y subo el puertecito como quien corona el Tourmalet. Menudo héroe que siempre está rodando pero que nunca afina con los pedales. Una vez en la cima comienza la bajada y el calor aprieta cada vez más. Esto está chupado, me digo segundos antes de encarar una de las últimas curvas, la de la gravera, donde pierdo el control de la bici y me voy a la cuneta.
No recuerdo cómo he caído y me mantengo durante segundos tumbado sobre el arcén con los ojos cerrados antes de empezar a moverme para ver si me ha pasado algo. Intento incorporarme y me siento con dificultad en el bordillo del arcén mientras observo confundido varias heridas y contusiones en brazos y piernas. Sólo ha sido un susto.
Pasan los días y comienza la semana siguiente. Consciente de mis limitaciones físicas, mermadas por las heridas y por las molestias en la pierna derecha, mantengo la idea de abandonar mi debut en el triatlón olímpico. Sin embargo, pasados dos días me calzo las zapatillas a escondidas y me lanzo hacia un pequeño rodaje para comprobar el estado de mi cuerpo. Aún no estoy para mucho trote.
Los sucesivos días, para no castigar en exceso el cuerpo por el impacto que tiene la carrera, decido hacer alguna sesión suave de rodillo para ir recuperando la movilidad. Ni que hablar tiene que nada de natación, con las heridas por cicatrizar aún, así que la principal carencia se convierte en doble carencia. Qué vamos hacer, a veces las cosas no salen como uno quiere, pienso al acabar de pedalear sobre el suelo totalmente encharcado. Y al ir hacia la ducha veo la báscula y paso de largo. No quiero volver a pesarme para no tener otra cosa más que reprocharme. Sigo dándole vueltas a todo: Maldito deporte. Nunca es suficiente, y todavía me pregunto cuál es la dirección que quiero tomar, y por qué y qué es lo que me tengo que exigir.
No sé cómo ni por qué, porque esto de la valentía es cosa de la gente a la que le suceden grandes hitos sin preparar absolutamente nada, pero la cuestión es que varios días después me encuentro colocándome el neopreno sobre los vendajes que cubren mis heridas. Tan sólo nos encontramos a más de 1.600 metros de altitud, casi igual que la piscina de mi Brenes natal, donde aprendí a nadar más rápido a braza que a crol. Delante de mi mítica Colnago tengo previstas las zapatillas de bici, el casco y otros enseres para el sector ciclista. Noto el nerviosismo que transmite mi cuerpo intranquilo. No sé por qué no me calmo un poco, porque por megafonía anuncian que el agua del Estany d’Engolaster está un poquito fresquita, 14ºC, y que por la seguridad de los participantes el recorrido finalmente pasa de 1.500 metros a 750 metros. No puedo evitar sonreír. No por lo fresquito sino por la menor distancia que vamos a nadar.
El Speaker continúa hablando una y otra vez sobre tomarse la prueba con calma por el déficit de oxigeno que hay a tanta altura. Tranquilos chavales, lo importante es poder llegar a casa con una sonrisa de satisfacción, frase que me recuerda a los anuncios de la Dirección General de Tráfico, porque lo importante es volver.
Tengo mis miedos, no lo voy a negar, pero todos estos pasos que estoy dando suponen un gran desafío para mi. Y con esa mentalidad me lanzo al estanque junto con todos los triatletas locos que estamos allí concentrados. Por un momento pienso que esos 14ºC son un poco light. Hasta que entro más adentro y me entra agua en el neopreno. Entonces digo: ostias. Suena la sirena de salida y me coloco como siempre al final del todo, para nadar con paciencia. Recorro unos ciento cincuenta metros y comienzo a ver que algo no va bien. No puedo respirar con normalidad. Necesito más oxígeno y soy incapaz aguantar la respiración ni siquiera durante dos brazadas. Bastante gente a mi lado nada a braza o simplemente se deja llevar, y eso es lo que decido hacer al ver que es la única salida que tengo mientras hay otros que me pasan literalmente por encima. Es indescriptible la sensación de ahogo que siento. No es que me plantee abandonar el triatlón. Lo que comienzo a plantearme es sobrevivir. Así de simple.
Salgo del agua exhausto y casi sin poder respirar. Camino hacia la T1 con calma y sintiendo en mis pies las piedras bajo la alfombra. Ve con calma, campeón, me digo para animarme. Y un buen rato después, cuando consigo salir de allí con la bici a cuestas me repito una y otra vez, baja con cautela, a la vez que recuerdo la caída del pasado fin de semana. Así que no sé si me paso con la cautela, porque constantemente veo cómo me adelantan uno tras otro los valientes ciclistas, pero la verdad es que no me hace ninguna gracia repetir la escenita de hace dos sábados.
Pero resulta que no todo el monte es orégano, y tras las bajadas comienzan las subidas, que en Andorra no son ni Conrerias ni Vallensanas, y ahí me empiezo a encontrar más cómodo. Por lo menos recupero un poco de aliento y unas cuantas posiciones en mi favor. Y así es como poco a poco voy retomando la confianza y termino un sector ciclista medio decente para el estado de forma incipiente que aún tengo, pasado de peso y con las secuelas del trompazo. Pero lo importante es perseverar, me vuelvo a repetir en una de esas incansables clases de auto-coaching que me doy en esos momentos de dificultad. Para entonces ya me acerco a la T2 para dejar la bicicleta.
Empiezo a correr sin demasiadas pretensiones, pero a ritmo constante. Y es a partir del tercer kilómetro cuando tengo que bajar el ritmo a causa de un fuerte dolor en la rodilla derecha, la de la caída. Para colmo la temperatura comienza a subir sin pudor, y el sol comienza a quemar bastante. Dónde me habré dejado la gorrita, me pregunto. Así que me paro con todas las de la ley en el primer avituallamiento para engullir un par de vasos de Powerade y coger una botella de agua fresquita para el camino. Hoy no es mi día, pero lo importante es que estoy avanzando, me repito para mis adentros por vigésimo tercera vez.
Por un momento me planteo abandonar al ver el cartel de meta VS segunda vuelta, pero pienso en los siguientes desafíos y en lo que supone decir no puedo, cuando realmente sí que puedo. Así que avanzo con la cojera y el calor que hace ya ni es calor, tan sólo más sufrimiento infligido a mi cuerpo. Tengo que mantener el ritmo, y si es posible mejorar la cadencia para que la rodilla sufra lo menos posible. Y así es como inicio la vuelta hacia el Parc Central, donde se encuentra la meta. Prosigo con la creencia de que el esfuerzo es lo que mantiene la ilusión de las personas que jamás se rinden, y con ese lema cruzo puño en alto la meta de una prueba que me ha enseñado que a pesar de las dificultades, existe un momento en nuestras vidas en que el camino hacia la felicidad pende de un hilo que se denomina avanzar y no retroceder ni un solo paso. Pase lo que pase.
Francis Campos
Barcelona 28 de julio 2014
