CRÓNICA del MARATHON DE PARIS 2014

By Francis Campos

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Despierto como si acaso hubiera dormido algo. Toda la noche sudando como un chopo, y al apoyar los pies en el suelo, me digo: madre mía, ¿y hoy tengo que correr una maratón? De pronto se me vienen a la mente los paseos por las calles de París y decido no hacer la cuenta de los kilómetros que hemos recorrido los dos días anteriores a la gran prueba.

Bajo las escaleras del metro y pienso que la clave del éxito es la preparación y a lo mejor no tanto los pequeños detalles. ¿Hubiera sido mejor pasarme dos días dentro del hotel con las piernas en alto? ¿Acaso hubiera levantado más mi moral el haberme perdido esas rutas por las calles de la capital francesa, ese descubrimiento continuo de una cultura que fascina a cualquiera? Si el maratón es en gran parte un reto mental (pienso y dicen), estoy de acuerdo en que he entrenado lo suficiente en la medida en que mi cuerpo ha encajado la dureza de preparar dos maratones en cinco meses, y que después de la satisfacción que te aporta conocer un lugar tan increíble, hoy voy a correr contra mí mismo y mis propios miedos.

Me apeo en Víctor Hugo y allí está Marcos esperando con las manos en los bolsillos. Es un gran día para él, y aunque aún no lo sabe, va a demostrar que el esfuerzo tiene premio, y que es alcanzable todo aquello que uno sueña al despertar. El Arco del Triunfo, con la parte alta en obras, amanece mientras los primeros corredores dejan verse por la zona de salida. Allí en una de las calles próximas se encuentra el resto del equipo de La Bolsa del Corredor, cada uno con sus propósitos y su mundo interior acercándose hacia lo más místico de la distancia de Filípides.

Comienza la carrera y parece que estoy allí para hacer algo distinto a correr. No me preocupa que no he preparado a conciencia una estrategia. Ni siquiera tengo una visión clara de cuál es la franja entre mi mejor y mi peor expectativa. El reloj me achucha y le digo, tranquilo, hoy toca disfrutar y esto del estrés no tiene ningún sentido. Por eso aflojo el ritmo tras el paso por el kilómetro cinco en la Place de la Bastille. Disfruto mucho de ese arranque controlado que me sirve para situarme en carrera. Me alcanzan las liebres de tres horas y las dejo pasar sin sentir nostalgia. Todo llegará, pienso en ese instante en que me deslizo por la Rue du Faubourg Saint Antoine.

Me quedo impactado al pasar por el Château de Vincennes. El ambiente en las calles está siendo increíble, y al entrar en el Bois de Vincennes no me siento solo. Hay runners que me pasan y otros que se quedan atrás. Es el maratón, que va poniendo cada cosa en su sitio. Y no sé por qué pero tengo la sensación de que hoy es un día espectacular, y quiero demostrarme aquello de que dadas unas circunstancias que no pueden cambiarse (llámese cuerpo, entrenamiento, climatología, organización o cualquier otro elemento potenciador o limitante), voy a conseguir el mejor de los resultados posibles.

Estoy disfrutando de correr, y al pasar la media maratón, comprendo una vez más que me encanta esto de dar zancadas aunque mucha gente piense que no sirve absolutamente para nada. Le veo el sentido a todas esas horas dedicadas a un momento de varias horas, que es efímero y se acaba de un plumazo. Descubro lo grande que es ver pasar ese espacio temporal, medido kilómetro a kilómetro, viendo a la gente aplaudir y a los demás corredores debutar un día más, retar al reloj y a su propia capacidad de elegir los tiempos en que deslizar su alma por el asfalto.

Me relaja correr junto al Sena y me divierte el hecho de escuchar música disco en un túnel que no sabes cuándo termina y en el que se pierde la señal del GPS. Me importa bien poco, si lo grande es ver el cartel que anuncia cada kilómetro y a tu familia apoyándote junto a la Torre Eiffel. ¿Acaso hay algo más grande que tener cerca tanta gente que te quiere y que estará junto a ti, pase lo que pase?

De repente aparece la parte más dura del maratón, EL MURO, que esta vez me visita en el kilómetro 29, y yo sólo veo a mi novia peleándose con el botón de la cámara, a mi madre sufriendo por su hijo y a mi padre como un PRO con su cámara como si grabara a un profesional, cuando realmente registra la imagen de alguien que persigue sueños por el hecho de retarse a sí mismo y a sabiendas de que no va a ganar ningún premio físico. Sólo la gran satisfacción de alcanzar grandes logros personales como es el sonreír al verlos a todos allí gritándoles palabras de ánimo.

Es una imagen que se me queda grabada y que se me viene a la mente al pasar por el kilómetro 32. De modo que pienso que hoy he decidido correr una 10K y que el punto de partida no es muy fiable, pero que al fin y al cabo son diez kilómetros y que como ya lo he hecho tantas veces, qué más da correrlos otra vez más. Y es entonces cuando echo mano de uno de esos geles marca blanca que he encontrado en el Carrefour , y el chute de cuarenta céntimos acaba por despertarme del todo.

Empiezas a ver que todo es mental, y que aunque el cuerpo acaba de recordarte que el ritmo tuyo es de veinte segundos más lento que el que llevabas, que realmente no pasa nada porque estás en una 10K por el Bois de Boulogne, y que sin saber por qué, porque no eres un alguien importante, hay gente que sin conocerte te llama por tu nombre mientras te manda fuerzas para continuar luchando: allez, allez Fransísss!

Las piernas comienzan a pesar mucho, y al pasar por el kilómetro 35 recuerdo que en Frankfurt me falló el abductor izquierdo, y que esta vez no puede ser menos. Y entonces para compensar un poco esa repetida molestia es bueno que el gemelo derecho amague con subirse para ya mandar al cuerno todo ese rollo poético que tiene el maratón. Pero me digo, llevo cinco meses entrenando con ese dolor y es como si ya formara parte de mí. Cómo es posible que llegadas dos horas y cuarenta minutos de carrera, y con la opción aún posible de acercarme al tiempo que hice Frankfurt, ahora con condiciones físicas bastante por debajo se me pase por la cabeza aminorar la marcha o siquiera pensar que la fuerza no me acompaña. ¿Me voy a parar ahora?

Avanzo inevitable por aquel parque y sueño en cada curva con ver la línea de llegada, ese punto que tantas veces parece inalcanzable, sobre todo si prestamos demasiada atención a todos aquellos factores que merman nuestra persistente fortaleza. Podemos tambalearnos si tenemos en cuenta que somos personas y que además no somos profesionales. Pero cuando ya has elegido que hoy es el día para que la vida te devuelva una sonrisa, entonces ver salir el sol es la puesta en escena de un simple aficionado que se desliza inexorablemente hacia El Otro Lado De La Meta.

Sube la temperatura hasta alcanzar el punto álgido donde un sureño se mueve como pez en el agua, y entonces enfilo la última recta al pasar por Porte Dauphine, con la cabeza alta y orgulloso de no haberme dado por vencido cuando en los momentos de debilidad parecía lo más sensato. Allí estaba yo, otra vez cruzando la barrera que separa lo imposible de lo alcanzable, lo que el destino tiene preparado para las personas que jamás se rinden. Puño en alto otra vez más. No importa nada sino ese candado cerrado en mi propio interior, esa verdad desbocada que clama sueños que rugen en bandada y nacen vidas que conquistan ideales, y al final de la emboscada sale airoso el vivo camarada, parisino sevillano con la sangre de un poeta y el empuje de un tirano…

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Francis Campos Jareño

Vuelo Air France París Charles de Gaulle – Barcelona El Prat

7 de abril de 2014

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